Nuestro país está conformado por diversos territorios: el altiplano, la Patagonia, el archipiélago de las Guaitecas, el valle central, los bosques costeros y los lagos del sur son algunos de ellos. Más que regiones, comunas, provincias o cuencas, son espacios sin fronteras delimitadas que ocupan un lugar en nuestra identidad cultural, conformando el mosaico de paisajes, comunidades y ecosistemas que integran nuestra nación. El desierto es uno de esos territorios que actualmente habitamos desde la astronomía, el turismo, el montañismo, la agricultura, la pesca y, por sobre todo, desde la minería. Taltal, en la región de Antofagasta, guarda los vestigios de las primeras faenas mineras de óxido de hierro del continente hace más de 10.000 años, siendo en la actualidad unos de los epicentros del planeta de esta actividad industrial.
Esta concentración de capitales, tecnología, conocimiento e innovación, y personas de todo el mundo en torno a la actividad minera, ha permitido alcanzar no sólo una conciencia del cuidado del desierto, sino que desde dicho territorio para el resto del mundo. En efecto, la industria minera se ocupa hoy de reducir sus emisiones de gases efecto invernadero (GEI), los residuos que genera, el agua que consume y la energía que utiliza, protegiendo además la biodiversidad e impulsando encadenamientos productivos sostenibles con las comunidades vecinas. La minería es, entonces, parte de la transición energética, de la economía circular, de la generación de valor compartido, de la reducción de la huella hídrica y de carbono, y de la investigación e innovación tecnológica, todo lo cual implica el diseño e implementación de estrategias que le permitan a la industria desarrollarse, protegiendo al desierto y a las comunidades que lo habitan.
Ahora bien, la ruta para transitar a esta minería responsable está delineada en distintos instrumentos de política pública como la Política Nacional Minera 2050, la Ley Marco de Cambio Climático y los planes de adaptación sectorial. En materia de uso de agua, por ejemplo, la Política Nacional Minera establece como meta reducir el 18% de agua continental que la minería utilizaba el 2019, a un 10% al 2030 y a un 5% al 2050, proveyéndose de las nuevas fuentes de agua que entregan el reúso de aguas residuales y agua de mar desalinizada.
Para dimensionar adecuadamente estas metas, tenemos que entender primero que actualmente la minería reúsa el 74% del agua que utiliza en sus procesos, es decir algo más de 7 de cada 10 litros son reutilizados en el propio proceso minero, lo cual coloca a la minería a la vanguardia de la innovación tecnológica de la industria del reúso. Pero es también está industria la que empuja el desarrollo de la desalinización de agua de mar en nuestro país, pues la capacidad instalada actual provee hoy en un 80% a la minería, porcentaje que se incrementará al 85% el 2025 cuando entren en operación los proyectos en construcción.
Siendo el agua lo que, en gran medida, define la vida en el desierto, la industria minera representa una oportunidad única para habitar dicho territorio en forma armónica y sostenible, pues los esfuerzos por reducir el uso del agua continental tienen enormes beneficios para los ecosistemas y comunidades de este territorio. En primer lugar, la liberación de aguas continentales -su no uso- permitirá que éstas sean captadas por otros usuarios de las cuencas y contribuirá a proteger los acuíferos y ecosistemas cordilleranos. Asimismo, el desarrollo de las tecnologías de reúso en la minería puede hacerse extensible a otras industrias.
Pero también la incorporación de agua de mar desalinizada en los procesos mineros conlleva el desarrollo de una infraestructura que puede beneficiar a los demás usuarios de la cuenca en el transporte y abastecimiento de agua para otros usos productivos, como el agrícola o industrial, así como para el uso humano en ciudades y comunidades rurales. Las posibilidades del desierto son muchas, y la industria minera es la clave para su cuidado y desarrollo.